Ayer, hijo, ya sabes, era el día de nuestro encuentro, y
en la puerta del cementerio compré unos claveles
blancos que me olieron a ti, al fondo blanco y húmedo
de la vida, bajo el calor envilecido de la tarde
madrileña.
Allí estuve, allí estuvimos, hijo, charlando de ti,
contigo, llorando, mirándote en las fotos, dejando que
nos mirases, dejándome yo ver de ti, hijo, como sé que
me ves y miras desde tu nada que en mí vive y habita
como un todo. Coloqué los claveles a tu altura, hijo,
estirándome en un esfuerzo que ya me es conocido,
repetido y entrañable, como el último y eterno gesto
que hacia ti hago, como la definitiva gimnasia paternal
a que me obligas. Se paró el tiempo, hijo, perdió el
viento sus relojes, había más sombra en la sombra y
más luz en la luz, y estuve sentado en el suelo, durante
una hora que ha sido la más pura, neta y limpia de mi
vida, existiendo contigo.
Francisco Umbral
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