Feeds:
Entradas
Comentarios

Posts Tagged ‘Cuentos’

La forma de mi deseo

Yo hubiera querido ser rebelde y poner siempre los pies encima de la mesa, llevar camisetas obscenas y tener las botas sucias de todos los caminos y labios desgastados de tantas mujeres como habría besado. Abrir de un manotazo la puerta del bar y saludar a todos con los dientes blancos, descargar en la barra las llaves del coche, las gafas de sol y elegir, entre todas las miradas, la mirada que esa noche me llevaría puesta. Heredé en cambio las camisas de mi viejo y recuerdo casi cada beso que he dado, no por memorables sino por escasos, cada chica borracha al final de la fiesta, el aparatito dental, el aliento de vino, los ojos desmayados al otro lado de las gafas.

Hubiera querido tener padre de abrigo loden largo y pelo hacia atrás con gomina que se fuera con mi madre todo el tiempo de viaje a Oviedo o a paradores o cogiera el puente aéreo para cenar con un señor de Barcelona. El mío siempre estaba en casa y en camiseta. El tiempo que no dormía tumbado en el sofá repasaba los enchufes de la luz, iba de un lado para otro con el destornillador en la mano. Luego encendía la radio, extendían sus quinielas encima de la mesa y se quedaba dormido sobre ellas.

También hubiera querido no tener abuelo o, en todo caso, que fuera un señor digno y republicano amante del latín y el café recién hecho, que dejara sus lentes olvidadas sobre el libro de Horacio para asistir a la tertulia tras pasear un rato con su bastón bajo los árboles del bulevar viendo, Dios mío, cómo cambia todo, pensando en lo vano de los humanos afanes y el tiempo que se fue. Mi abuelo era una criatura grotesca y asustada que encontró su refugio en el cuarto de baño que sobraba y usábamos para amontonar zapatos, tambores de detergente y todo tipo de trastos. Él se hizo fuerte allí, de buena mañana se le veía entrar arrastrando los pies con el transistor, el cenicero y un par de periódicos viejos.

Y mi madre nunca tuvo esa gabardina con la que me hubiera gustado que regresara de la lluvia, mojada, con regalos para todos y riendo al recordar lo que le costó encontrar un taxi, lo imposible que está el centro en estos días, lo poco que falta para Navidad.

Nunca viví en una casa con jardín. Mis hermanos mayores sólo me proporcionaron algunos motes heredados y los pequeños se aburrieron siempre con mis historias y nunca quisieron que fuera yo quien les recogiera del colegio. No tuve habitación propia ni póster con chicas o motos ni raquetas de tenis colgadas de las paredes, suspiré en vano por un flexo y una máquina de escribir, una bola del mundo de las que se iluminan, un beso mientras me quedara dormido.

No fui ni siquiera el chaval pensativo y solitario que prefiere sus libros a los juegos y, despreciado por todos, se aburre en los recreos contento de que esa vez la hayan tomado con otro y, por tanto, nadie le haga enrojecerse con preguntas obscenas, ni insulten a su madre, ni le tiren las gafas al suelo. No tuve la coartada de la pureza ni la aureola de la élite. Al revés, estuve ahí, en medio del jolgorio, entre los disparos cruzados de escupitajos y pelotillas. Salgo en la foto de los que jugaban al fútbol, me apoyé durante horas en los coches que aparcaban frente a los billares con grandes bolsas de pipas y más tarde con las primeras latas de cerveza. Mentí a los chicos cuando dije que quería una moto, cuando dije que quién pillara a la Chelito, cuando puse mi parte para comprar el Penthouse, cuando escupí mi lapo verde en medio de la acera. Pero estuve ahí, no masqué menos chicle que cualquiera. Quise tener un amigo, quise salir corriendo a toda costa de ese lugar que me asfixiaba, irme lejos, volar a cualquier parte con tal de que estuviera lejos. Pero siempre estuve solo y cerca de la casa.

Sin embargo en el barrio había, además de comercios de ultramarinos regentados por viejas hurañas, plátanos despellejados a navaja, contenedores de basura y gatos por todas partes; además de los charcos y las farolas rotas, de los tugurios y la comisaría, había también una sala de cine que mostraba historias de todos los confines y tiempos del planeta y en la que, si íbamos de cuatro en cuatro, no nos molestaban los maricas. Por aquella pantalla desfiló una y mil veces todo cuanto nunca había tenido ni tendría jamás, el valor de Gengis Kan, los labios de Cleopatra, no es fácil explicarlo, todas esas pasiones y caballos, el odio encendido de los guerreros y los rascacielos y las persecuciones, la música alzándose sobre el victorioso beso final, las embarcaciones como cáscara de nuez burlando la terrible tempestad. En esas butacas deshilachadas que imitaban vagamente el lujo, los cortinajes de terciopelo de Nerón o Sissí caí en la cuenta del vacío de mi vida y la miseria sin remedio de cuantos me rodeaban, aprendí cuántas cosas me faltaban, que podía hervir la sangre, la posibilidad de vivir. Allí, en la sesiones continuas del domingo por la tarde conseguía las fuerzas que me permitían afrontar una semana por delante de por sí anodina y gris entre la casa donde una familia cansada se debatía entre la agresividad y el aburrimiento, boleros a todo trapo y sopa templada, y el colegio de banderas al viento, crueldad arriba y debajo de las tarimas, basura humana y cumbres nevadas. Por eso iba, no sé qué hubiera sido de nosotros sin aquellas tardes de cine, quizás andaríamos a estas alturas en camiseta y con tirantes vociferando por los pasillos con el diario deportivo manchado de vino con gaseosa.

Pero aquella sala fue también la catedral de mi descontento. Toda ventana abierta muestra tanto de lo que hay fuera como del interior de la estancia, al resaltar la estrechez y oscuridad del espacio cerrado y desenmascarar lo viciado del aire, la cortedad de la mirada. Supe quién era viendo todo lo que no era y los mundos que pudieron haber sido el mío, mujeres y automóviles, champán y acantilados. Metro a metro, minuto a minuto aquellas películas fueron moldeando la forma de mi deseo. Ese cine me rompió no como hacha o goma dos, sino más bien como la orina que corroe las tuberías o el sudor que acaba por pudrir el cuero de los zapatos. Algunas veces desviaba arriba la mirada hacia el polvillo de colores, como el rayo de luz que salía en las ilustraciones de mis libros del ojo a Dios, sobrevolando la oscuridad del patio de butacas para terminar dibujando en la pantalla los labios que me hacían temblar.

Yo no hubiera querido nunca despreciar a Esmeraldita, y menos sabiendo todo lo que me amó. Era vecina del portal de al lado e hija de la amiga más amiga de mi madre. De más críos las dos mujeres venían a recogernos del colegio, primero iban a por ella y luego al de los chicos a buscarme a mí, para ir a comprar cosas al Galeprix de Cuatro Caminos, ropa y todo eso, o al Edén de los Pantalones, lleve tres y pague dos, y solíamos acabar bebiendo horchata auténtica, no como la que embotellaban, en una vaquería de Francos Rodríguez. Al principio no me daba ni cuenta, pero se arreglaba todo lo que podía, la pobre, y se apoyaba en un árbol frente a mi portal a las horas que suponía que yo iba a salir. Me dejaba acompañar por ella, más de una vez me invitó a esos helados de máquina que vendían en la puerta de la cafetería Hiroshima, pero para mí era sólo Esmeraldita, le preguntaba por su madre, por las notas, hablaba un poco de cualquier cosa y me zafaba por la segunda o tercera bocacalle como muy tarde. No notaba nunca nada nuevo, los cambios de pintalabios o pintura de ojos, el nuevo peinado, el corte de pelo… Para mí era Esmeraldita sin más, No tenía tetas. Tenía un poco de psoriasis y gafas de culo de vaso con cadenita dorada para que no pudieran caerse al suelo. La recuerdo siempre con un abrigo rojo que le duró por lo menos cuatro inviernos y un pequeño bolso de charol. Un día me dijo que estaba haciendo un jersey. Un jersey para mí. También me dijo que tenía dinero y que si quería que fuésemos a alguna parte. Yo caí en la cuenta de que me había cogido del brazo y, entre unas cosas y otras, acabé largándome a mi casa no sé bien ahora con qué excusa a pensar en la papeleta que me había tocado.

Esmeraldita me escribió un par de cartas que no contesté. Fue una ventaja su timidez, en eso era de mi calaña, así que bastaron un par de insultos para que dejara de acecharme a la salida de casa. No se parecía para nada a ninguna de las mil mujeres de mis sueños que el destino reservaba a los héroes cada domingo al final de la película. No la veía de espía, ni con túnica ni mucho menos de chica de Salón. Tampoco se parecía a las primeras novias que empezaban a tener algunos compañeros de clase y compinches de bolera, le faltaba desparpajo y sobre todo tetas. Nadie en aquella época, ni el albañil más salido, le hubiera dicho nada obsceno al pasar. No tenía aliciente, Esmeraldita.

Una noche se tragó todo el frasco de pastillas de su abuela con medio litro de vino blanco para guisar. Estuvo realmente grave la pobre Esmeraldita muchos días en La Paz, los médicos les dijeron a sus padres que prepararan para lo peor, a mí todo el mundo me señalaba o me hacía el vacío y eso era lo peor porque yo no estaba preparado.

Hubiera querido no haber quemado ese cine. No haber echado todas esas pelotas de trapo ardiendo por la cristalera rota de la parte de atrás. Ese local de tres al cuarto, todas esas películas me habían engañado. Tonto, más que tonto. Un jersey para mí solo, una chica que por mi causa lloraba tumbada de cruzado en la cama como en Mujercitas, que por mí pasaba horas en el espejo, cogía a escondidas los pendientes de su madre y copiaba poemas en tinta lila para deslizarlos en los bolsillos de mi gabardina, una chica así, que pasaba tejiendo la tarde del sábado, porque yo no había ido a buscarla, un jersey para mí, todo ese amor para mí que ni me detuve a mirarla y yo, tonto más que tonto, con mis mujeres de papel, de motas de luz coloreada, de lona polvorienta oliendo a maíz frito y al sudor de todos. Y yo allí siempre, acurrucado en la misma butaca rota imaginando vidas diferentes, suspirando por lo más lejano no vi, Esmeraldita, la ternura que me rodeaba, la calidez del hogar y una vida sencilla pero digna, mamá preparando el café, los crucigramas del abuelo, el serial de la tarde y tú que llamarías en ese momento y alguien te pondría una tacita en las manos si no querías probar lo que había quedado del postre.

La idea se me ocurrió cuando se acababa la botella de anís en casa de Raúl el loco, que no había subido a la sierra con sus padres. Me acuerdo que se había quedado dormido en el sofá mientras yo seguía llenándome vasito. Le desperté para ver si sabía hacer cócteles Molotov. No, pero se le ocurrió lo de las pelotas de trapo, bastaba una sábana vieja y la garrafa de gasóleo para la calefacción. Se entusiasmó con la idea el cabrón, realmente estaba loco. El local estaba hecho polvo, él mismo se había fijado en las cristaleras rotas de la parte de atrás, un poco altas quizá, pero si atinábamos no haría falta ni hacer el más mínimo ruido. Hasta bajó al trastero a buscar unos buenos guantes para lanzar las bolas. No me hizo muchas preguntas, su única preocupación era que yo no me echara atrás. Eres cojonudo, me decía todo el rato; la verdad es que estaba loco.

No sé qué tipo de espectáculo esperaba ver. En cualquier caso, otra cosa. Andando todo lo deprisa que sabía sin llegar a correr llegué hasta mi casa y subí a la azotea para sentarme a mirar cómo se incendiaba la sala a la que nunca invité a Esmeraldita. A la misma azotea donde de pequeños nos dejaban subir a ver los fuegos artificiales que anunciaban el final de las fiestas del barrio, con el abrigo encima del pijama y sin soltarnos de la mano. Sólo he estado en ese tejado de noche, sujetando fuerte a mis hermanos y excitado por saber que no había barandilla, que muchas tejas podían estar sueltas y que a veces los chorros de fuego llegaban encendidos hasta el suelo, qué no decir de un sexto piso.

Esta vez no podía verse gran cosa. Una pequeña nube de humo negro en la noche y ancianos insomnes asomados al balcón. Demasiado poco para tanto como ardía, el templo de mi deseo y de mi culpa con todos los dioses y las diosas dentro, mi juventud entera, los descapotables, la Deneuve quitándose las medias, media vida, la mitad de vida más bonita que tenía, París, Nueva York, todo se quemaba allí y apenas podía verse nada. Me senté escondiendo la cabeza entre las piernas porque empezaba a estar terriblemente mareado y no podía soportar el ruido de todas aquellas sirenas, las órdenes a gritos de unos bomberos a otros. Cuando el policía me puso la mano en el hombro, vomité.

Hubiera querido salir a tiempo del reformatorio para dos cosas: para poder sentarme a charlar con el abuelo y para intentar ser novio de Esmeraldita si aún me quería y pedirle perdón. Allí dentro, yo no sé qué les habrán contado, no es verdad lo de los maricas violadores ni las jaulas de aislamiento, pero todo es hostil a más no poder. No se añoran grandes cosas. Se llora simplemente al recordar el mero hecho de sentarte en un sillón a ver la tele o en el retrete con un par de tebeos, mirar qué hay en la nevera, poder discutir con alguien que sabes que no va a abrirte la cabeza. El abuelo, como mueble viviente de la casa, representaba un poco todo eso, la calidez de la derrota, el olor a col hervida, el dolor de hogar. No llegué siquiera a ver su cuarto, a poder curiosear entre sus cosas. Ahora era la habitación de las chicas y había una gran librería blanca llena de peluches de la que se salían por la noche dos camas plegables con edredones rosas.

Esmeraldita no era ya más Esmeraldita. A la Esme la vi algunas veces desde mi ventana con un gran capazo de cáñamo bajo el brazo camino de las piscinas Victoria. Ya se sabe, un día las gafas se quedan para siempre en el fondo de un cajón y la naturaleza y la peluquería hacen todo lo demás. Entonces tú ya estás fuera y ella va a la piscina con un vestido blanco y su media melenita y el flequillo negro y los brazos dorados. Pasa por donde un grupito de chicas idénticas a las que le insultaban comen pipas sentadas en el suelo y envidiarán toda la tarde sus piernas y su sombrero. Que te vaya bien en el soleado piso de Fuenlabrada para el que tanto ahorras con tu maromo. Esmeraldita, adiós. Ahora que tienes la forma de mi deseo, ya estás lista para irte de mi vida.

Tarde o temprano se aprenden las lecciones. Cuesta más o menos trabajo, hace falta más sangre o menos sangre, pero se llega a buen puerto aunque apeste a gas-oil y a peces rotos. Qué podría añadir, no salen las cuentas, faltan piezas, los días se suceden sin mayor sentido. Y a mí me parece muy bien.

 

Carlos Castán (Cuento que forma parte del libro Frío de Vivir)

Read Full Post »

La manilla

Era su sonido, esa inminencia, ese amago de la puerta cerrada que se iba a abrir de un momento a otro lo que me ponía más nervioso. De repente, cuando yo estaba leyendo tan tranquilo, crujía su mecanismo y, al echarle una ojeada rápida, creía advertir el movimiento de la manilla hacía arriba, a su posición inicial. Entonces, como soy impresionable por naturaleza, me quedaba quieto hasta que, poco a poco, me armaba de valor y, con decisión, como en un impulso, abría la puerta y observaba con alivio que no había nadie en aquel pasillo largo y desangelado de mi casa.
Y así pasaba algunas noches, en ese juego de acechos y desconfianzas, hasta que me quedaba dormido en el sillón de puro cansancio y, cuando despertaba, descubría inquieto que la puerta estaba abierta.
José Sánchez Rincón

Read Full Post »

El ausente

Cuando me casé con Ángela, yo conocía su relación con Carlos y lo de su desgraciado accidente. Al principio no le di importancia a que ella quisiera ponerle su nombre a nuestro hijo, Carlos era un nombre tan bonito como otro cualquiera. Después vinieron las invitaciones de Ángela a la que fue su suegra para que viniera a casa a tomar café y hablar de lo agradable y atento que era Carlos, mientras yo prefería irme a la terraza de la cocina con la excusa de fumar un cigarro o marcharme a la calle por alguna obligación inventada con tal de no oír sus excesivas muestras de afecto hacia él. Empecé a preocuparme cuando Ángela llamaba a sus amigas de antes y a sus maridos y disfrutaban de tardes enteras recordando a Carlos, sus chistes, lo gracioso que se vestía en cualquier ocasión y hasta traían fotos antiguas y vídeos para comentarlos hasta las lágrimas. Pensé que todo esto sería pasajero y aguanté lo que pude cuando Ángela gritaba el nombre de Carlos en los momentos culminantes al hacer el amor o cuando yo tenía que realizar alguna chapuza casera y me enteraba de lo habilidoso que era él para esas cosas o, si íbamos a algún sitio de vacaciones, lo bien que organizaba él los viajes y cuánto lo quería la gente. Por eso hice de la habitación de invitados mi refugio habitual y, a veces, me descubría a mí mismo dando vueltas solo por el pasillo pensando en lo buen tipo que era Carlos y lo mucho que lo echábamos de menos.
José Sánchez Rincón

Read Full Post »

La montaña

El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
-¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.
Enrique Anderson Imbert
Leído en el blog de narrativa breve de Fran Rodríguez.

Read Full Post »

Veritas odium parit

Traedme el caballo más veloz, pidió el hombre honrado. Acabo de decirle la verdad al rey.

Marco Denevi

Este es uno de los cuentos cortos más auténticos. No se puede decir más con menos.

Read Full Post »

Tragedia

María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.

Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.

Pero la parte que ella casó era su parte que se llama María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.

Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.

¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?

Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo.

Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.

 Vicente Huidobro

Read Full Post »

Rodolfo Walsh

Estoy leyendo los cuentos completos de este autor argentino perseguido y asesinado por la dictadura militar. Lo primero que se aprecia es la claridad de la escritura, la elegancia de las frases, las palabras precisas, sin rimbombancia pero tampoco en un lenguaje demasiado coloquial. Por otra parte, también es apreciable la buena construcción de los cuentos: su planteamiento, desarrollo y desenlace. Independientemente de que te gusten más o menos, es agradable leer unos relatos llenos de eso que algunos llaman calidad de página.

Read Full Post »

Rememoración final

Supo de inmediato que el paracaídas no se le abriría. Pero, debido a la mucha altura, todavía tardaría varios minutos en estrellarse contra el suelo. Era tan joven que tenía muy poco que rememorar de su vida pasada mientras se dolía por la pérdida de aquella otra que ya no iba  a conocer. En su mente se produjo entonces una súbita aceleración. No tenía novia, pero conoció a una chica en la piscina y se casó con ella.

Tuvieron dos hijos. El mayor se hizo militar como él. El menor, cosa sorprendente, guionista de televisión, y no le fue mal. Sus nietos, sólo dos, se llamaron Daniel y Adela, nombres que no tenían tradición en su familia. Sólo sentía la pena de no vivir lo suficiente como para asistir a la boda de su nieta, aunque, por viejo, se había acostumbrado a la muerte como un animal de compañía. Y él, cuando su cuerpo se rompió contra el suelo, ya había superado los ochenta y tres años de vida.

Juan Pedro Aparicio

Read Full Post »

Posesión del ayer

Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. Cuando quiero escandir versos de Swinburne, lo hago, me dicen, con su voz. Sólo el que ha muerto es nuestro, perdura en el hexámetro que le plañe. Israel fue cuando era una antigua nostalgia. Todo poema, con el tiempo, es una elegía. Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos.

 Jorge Luis Borges

Read Full Post »

No entendía

No entendía por qué no podía aullar como los amantes de la pared de al lado. No entendía que, de tanto oírlos, había aprendido a aullar como los perros, y como los locos que se miran la garganta en los espejos, y como los trenes cuando pujan los vientos de la noche, y aún como Vallejo cuando le pegaban duro con un palo y duro también con una soga, y sin embargo, sin embargo no podía aullar como los amantes de la pared de al lado. No entendía por qué los aullidos de ellos resonaban tan armoniosos y los suyos tan monocordes. No entendía que los amantes de la pared de al lado aullaban en dúo, como Tosca y Cavaradossi, Aída y Radamés, Andrea Chenier y Madeleine de Coigny. No entendía que en los tenores solitarios la ausencia de soprano engendra sólo aullidos de dolor, es decir, de perro, de loco, de tren o de Vallejo. No entendía nada de aullidos de placer. No entendía nada de ópera. No entendía nada de amantes. No entendía.

 Eugenio Mandrini

Read Full Post »

Older Posts »