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El corazón del hombre

Sin duda, los días son diferentes para cada persona; algunos están hechos de cosas banales, otros de aventura, pero cada conciencia da forma a un mundo que parte de la tierra y se eleva hasta el cielo; entonces, ¿cómo es posible que una cosa tan grande desaparezca con tanta facilidad para convertirse en nada, sin dejar tras de sí al menos un rastro de espuma, siquiera un eco?

Sus labios son cálidos y dulces. ¿Dónde está la vida, si no es en un beso?

Hay palabras pronunciadas hoy que volarán a ti dentro de unos años y regresarán como un ramo de flores, un consuelo o un cuchillo ensangrentado. Y las que escuchas mañana transformarán un antiguo y sincero beso en el amargo recuerdo de la mordedura de una serpiente.

El silencio tiene naturalezas diversas. A veces la gente calla porque ha sucedido algo en su vida, un acontecimiento que las palabras no pueden abarcar, que el lenguaje es incapaz de delimitar.

La muerte parece cercar la existencia, del mismo modo que la oscuridad del espacio rodea a la Tierra, este planeta azul, este grito azulado que se lanza a la inmensidad del Universo como un grito a Dios.

Nunca sabemos en qué dirección nos llevará la vida, ni siquiera podemos saber quién sobrevivirá a la jornada y quién sucumbirá en ella, o si el último adiós será un beso, una palabra amarga o una mirada hiriente; basta que alguien tenga un momento de descuido, que olvide mirar a la derecha, para que muera, y entonces ya es tarde para retirar las palabras desafortunadas, demasiado tarde para decir “perdóname”, para decir lo que importa, lo que hubiéramos querido decir, pero no logramos expresar a causa de nuestra crueldad, de nuestra fatiga, de nuestra rutina, del tiempo que escasea. Olvidaste mirar a la derecha, nunca volveré a verte, y las palabras que me has dicho seguirán resonando en cada día y noche, y el beso que deberías haber recibido se secará en mis labios, donde se tornará herida y volverá a abrirse cada vez que alguien que no seas tú me bese.

Los sueños son la luz que ilumina al hombre, la claridad que lo rodea como una aureola; en su ausencia sólo hay tinieblas.

Pocas cosas cuentan tanto para el ser humano como la risa, tanto como el llanto, y de hecho es mucho más importante que el sexo, más aún que el poder y mucho más todavía que el dinero, ese escupitajo del demonio que nos envenena la sangre; quien nunca ríe se transforma en piedra con el tiempo.

¿Qué significa “traicionarse a sí mismo…? No atreverse a vivir.

La muerte es un cuchillo negro que desgarra la luz.

Uno se habitúa a todo, por desgracia debe hacerlo, alabado sea Dios. La vida prosigue su curso incesante, que nada parece poder interrumpir, ya sea lluvia de meteoritos, cólera divina, furia de la naturaleza o crueldad humana.

Ha adelgazado tanto que parece una cuerda de violín sobre la que la existencia interpreta su canción melancólica; en Marta, por el contrario, todo es vida, ella es un signo de exclamación en medio de la existencia.

Este maldito mundo será habitable tanto tiempo como tú me ames.

El arte posee el peligroso poder de engendrar el sueño de una vida mejor, más justa y más bella, el poder de despertar la conciencia y amenazar lo cotidiano.

Pero ¿qué es malo o qué es bueno?, la diferencia no está tan clara como nos gustaría. Las mejores cosas pueden hacer caer finalmente la desgracia sobre nosotros, y las pruebas más difíciles, ser un día nuestro consuelo.

La vida es difícil, pero con todo es más fácil que la muerte, esa cabronada que nos priva de todo. Quiero decir, de todas las ocasiones posibles. Nos quita los ojos y nos impide leer…, nos priva de los brazos y ya nunca podremos estrechar a quien más nos importa… Es importante saberlo, no se puede vivir por la sola razón de no estar muerto, eso sería una traición. Hay que vivir como una estrella que brilla.

Se apiadaba de sí mismo por su suerte, hundiéndose así en el pecado del orgullo, uno de los pecados capitales, en lugar de ir a verla y decirle bésame, que tus besos sean tantos como esas gotas de lluvia sobre el tejado cambia tus dedos por besos, bésame, tócame, y haremos de este mundo un lugar habitable, bésame y transformaremos las piedras en lechos de flores.

¿Adónde irá todo nuestro amor, qué será de todo lo que fuimos, en qué se convertirán  todos esos acontecimientos que han iluminado al mundo haciendo de nosotros personas felices?

Muy pronto alguien podrá venir a dar cuerda a la caja de música y tal vez escuche entonces las frágiles notas de la eternidad.

Jon Kalman Stefansson

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La tristeza de los ángeles

Algunas palabras son conchas en el tiempo, y dentro de ellas quizá esté tu recuerdo.

La vida es bastante simple, pero el ser humano no, lo que llamamos enigmas de la existencia no son más que las marañas y los bosques impenetrables que nos habitan.

Lo que sabemos, lo que hemos aprendido, no procede de la muerte sino de la poesía, de la desesperanza, de los recuerdos felices y de las grandes traiciones.

El hombre se muere si le quitan el pan, pero si no tiene sueños, se marchita.

Las palabras son una de las pocas cosas que tenemos a mano cuando todo parece habernos traicionado. Y no olvides nunca algo que nadie entiende: que las palabras más insignificantes y las más inimaginables pueden, de un modo inesperado, soportar un peso enorme y alentar la vida para salvarla de los precipicios más vertiginosos.

Ahí van las lágrimas de los ángeles, dicen los indios del norte de Canadá cuando cae la nieve.

Los ojos de ella lo habían convertido en un poeta.

No se dice ni una palabra sobre su vida…, sobre lo que a veces sucede entre dos seres humanos, invisible pero más fuerte que todos los imperios, más fuerte que todas las religiones y tan bello como el cielo ni sobre las lágrimas, que son pececillos transparentes, ni sobre las palabras que le susurramos a Dios o a esa persona que nos importa más que nadie.

Tiene el semblante dulce pero a la vez firme y concentrado, todavía no lo han ajado las cuchilladas del tiempo.

Pocas cosas alimentan tanto al ser humano como el resentimiento.

Hay tanta distancia entre las palabras y lo que sucede en tu interior que incluso ha llegado a arruinar vidas. Por eso es mejor quedarse callado y confiar en los ojos.

Ciertas personas se cierran como conchas, aparentan ser grises y banales, fáciles de juzgar a la primera, pero a menudo esconden una luz en su interior que muy pocos han visto, y a veces nadie.

El ser humano se deja influenciar a menudo por las apariencias y por eso los hombres grandes y fuertes parecen invencibles.

Una persona no puede ser infeliz entre tantos libros.

Un hombre debe luchar, incluso cuando todo parece ponerse en contra, en eso consiste ser hombre.

Jon Kalman Stefansson

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Entre el cielo y la tierra

Los hombres van sentados sobre una tabla y confían en Dios.

Cuando la oscuridad es tan densa que con un cuchillo puedes grabar tus iniciales en ella.

Algunas palabras, quizá, puedan cambiar el mundo, pueden consolarnos y secar las lágrimas. Algunas palabras son balas de fusil, otras son notas de violín. Algunas pueden fundir el hielo del corazón e incluso es posible enviar palabras como brigadas de salvamento cuando los días son difíciles y nosotros, quizá no estemos ni vivos ni muertos. Pero no bastan por sí solas.

Para mí tú eres todo cuanto existe bajo el cielo.

Algunos poemas te hacen olvidar, olvidas tu tristeza, tu desesperanza, tu chaqueta de marino, y entonces el frío llega hasta ti: ¡Pillado!, dice, y estás muerto. El que muere se transforma al instante en pasado. Todo lo relacionado con esa persona se convierte en recuerdos que te esfuerzas en conservar, pues olvidar es traición.

Cuando el ser humano se encuentra ante grandes desventuras, cuando su existencia está deshecha, sin querer empieza a recordar su vida, rebusca en los recuerdos como un animalito que busca cobijo en su madriguera.

Bardur salía siempre a las 8 para contemplar la Luna, y en ese mismo momento salía ella a la puerta de la granja y la contemplaba también, estaban separados por montes y distancias pero sus ojos se encontraban en la Luna, como han hecho siempre los ojos de los amantes, desde el origen de los tiempos, y ese es el motivo por el que la Luna fue puesta en el cielo.

A veces dormir es una bendición, estás protegido, el mundo no te alcanza.

Kolbeinn es un hombre tan sagaz que hace mucho que comprendió que por regla general no tiene ningún sentido estar contento.

El muchacho tiene que hacer acopio de fuerzas para atreverse a mirarla a los ojos. Sus ojos son grises como los de una roca en la montaña, es difícil mirarlos pero mucho más difícil es no hacerlo.

El barco Laura sigue bloqueado por el hielo sobre el Báltico con mercancías y paquetes para Islandia. Congelado con todas las cartas de los que estudian en Copenhague, algunas tan ardientes de añoranza y declaraciones de amor que bastaría con colgarlas justo delante de la proa para fundir la capa de hielo y abrir la vía de navegación.

No, no se puede comprender el amor a fondo. Vivimos con alguien y somos felices, hay hijos…, y pensamos: así ha de ser la vida. Entonces conocemos a otra persona, quizá no sucede nada, sólo que ella guiña un ojo y dice algo banal, pero hemos dejado de existir, sin esperanzas, el corazón se acelera, se inflama, todo desaparece menos esa persona, y un tiempo después os habéis ido a vivir juntos, el viejo mundo se está alzando; a veces es preciso que un universo perezca para que pueda nacer otro.

Jon Kalman Stefansson

 

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Trilogía del muchacho

Trilogía del muchacho

El islandés Jon Kalman Stefansson (Reikiavich, 1963) fue pescador en su juventud y estudió Literatura, pero no terminó la carrera. Se ocupó de una biblioteca municipal durante unos años para después dedicarse  a escribir a tiempo completo. Los libros de esta obra son un canto colectivo de los pescadores en los que se creá una especie de religiosidad entre el viento, el agua, la nieve, la tierra y el alma del hombre para sobrellevar la dureza del trabajo y el frío. El protagonista es el muchacho, quien queda consternado por la muerte de Bardur, su amigo, al olvidar este la chaqueta por quedarse absorto leyendo El paraíso perdido de Milton; mantiene relaciones complejas con Geirprudur, una mujer de fuerte carácter, y realiza un viaje peligroso con Jens, el cartero. Según ha declarado el propio autor, lo importante no es la historia en sí, sino las ideas, los pequeños detalles, las palabras; escritas en un lenguaje extremadamente poético y musical que se convierte en filosofía de la vida después de habernos emocionado casi hasta las lágrimas. La trilogía la componen los títulos  que a continuación se mencionan, de los cuales he extraído las frases que más me han impactado y de las que dejo aquí constancia.

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Dino Buzzati (Belluno, 1906-Milán, 1972), periodista y escritor nacido en una acomodada familia italiana, se dedicó desde muy joven a la música, la pintura y la narrativa y es autor de una notable recopilación de cuentos, Los siete mensajeros y otros relatos. Después de escribir dos novelas de relativo éxito, nos regaló El desierto de los tártaros (1940), que es una obra hipnótica, una alegoría del tiempo, la vida y los temores que acechan al hombre. De forma paradójica, esta novela triste y, a veces, deprimente, atrapa nuestra atención desde la primera hasta la última página. Todo tiende a ese horizonte de sentido melancólico y desolador que representa la Fortaleza Bastiani, situada en una frontera remota en la que no ocurre nada y el temor a que lleguen los tártaros impide a sus defensores incluso salir de patrulla. El teniente Giovanni Drogo sacrifica su vida por el heroico fin de luchar contra un enemigo incierto, del que no se sabe nada y que no llegará nunca. Los muros y el paisaje desprenden un aire inhóspito y siniestro:

“Sombrías gargantas, vientos gélidos. Escarpadas torres, aparentemente inaccesibles… Pensaba en una cárcel, en un palacio abandonado. Todos allí dentro parecían haber olvidado que en alguna parte del mundo existían flores, mujeres risueñas, casas alegres y hospitalarias.”

“Hay un volcán que humea  y que de allí salen las nieblas.”

“Ahora sí que entendía en serio qué era la soledad (una habitación, una cama, una mesa, un armario)…, y a su alrededor ni una casa, ni un hombre, ni un árbol…”

“Las murallas estaban sobre él sombrías y adustas, el centinela de la puerta estaba inmóvil, no había un alma en la vasta explanada. De una garita, adosada al fuerte, salían rítmicos sonidos de martillo.”

Es como si aquella gran edificación fuera la auténtica protagonista del relato.

“Nunca se había dado cuenta Drogo de que la Fortaleza fuera tan complicada e inmensa. Vio una ventana en una tronera abierta sobre el valle a una altura casi increíble. Allá arriba debía de haber hombres que él no conocía…”

“‒¿Quién va? ¿Quién va?

Drogo, desorientado, veía la cara del militar y su boca estaba cerrada. ¿De dónde venía entonces la voz?

Por fin Drogo comprendió, y un lento escalofrío corrió por su espalda. Era el agua, era una lejana cascada que corría con estruendo por los salientes de las rocas vecinas. El viento que hacía oscilar el larguísimo chorro, el misterioso juego de los ecos, el sonido distinto de las piedras golpeadas, formaban una voz humana, la cual hablaba y hablaba: palabras de nuestra vida que se estaban siempre a un pelo de entender, pero, en cambio nada.”

En sus estertores, la narración señala:

“…justamente entonces brotó de hondos escondrijos un nuevo pensamiento, límpido y tremendo; la muerte…

El camino de Drogo había terminado, ahora estaba en la solitaria orilla de un mar gris y uniforme, y, a su alrededor ni una casa, ni un árbol, ni un hombre, todo así desde tiempo inmemorial…”

A lo largo del relato se siente una gran compasión por Giovanni Drogo y su quimera, ese sacrificio en pos de un heroísmo abocado al fracaso.

Magnífico libro, en suma, que no se aparta de su idea inicial en ningún momento y que rezuma humanidad a través de ese Quijote resignado que es su protagonista, preso de sus obsesiones en una fortaleza kafkiana junto a una frontera perdida en la lejanía.

 

José Sánchez Rincón

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Fragmento sobre su hermano

Creo que hace mucho tiempo que sé que la vida se me ha acabado, pero no me di cuenta ni lo reconocí hasta que murió mi hermano. Sí, aunque él yace en el centro de un pequeño bosque en Francia y yo sigo andando erguida y sintiendo el sol y el viento del mar, estoy tan muerta como él. Ni el presente ni el futuro significan nada para mí. He dejado de sentir “curiosidad” por la gente; no deseo ir a ningún lugar; y el único valor posible que cualquier cosa puede tener para mí es el que me recuerde a algo que ocurrió o tuvo lugar cuando él estaba vivo.
Katherine Mansfield (Diarios)

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La muerte del pequeño Shug

Esta novela de Daniel Woodrell, entre el realismo sucio y el oscurantismo de la América profunda, es una pequeña joya literaria. Si una obra debe trascender su aparente simplicidad, creo que ésta lo consigue y no sólo habla de las miserias que afectan a los personajes, sino también a algo más profundo que nos atañe a todos.

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La muerte del pequeño Shug

Esta novela de Daniel Woodrell, entre el realismo sucio y el oscurantismo de la América profunda, es una pequeña joya literaria. Si una obra debe trascender su aparente simplicidad, creo que ésta lo consigue y no sólo habla de las miserias que afectan a los personajes, sino también a algo más profundo que nos atañe a todos.

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Agnes

Hace cinco años Agnes me dejó. Hoy es Viernes Santo. He entrado en la iglesia y he mirado los paramentos. El único día del año en que voy a la iglesia. Miro con fijeza los paramentos y espero que me entren por los ojos, cubriéndolos. Estoy como poseída, el Viernes Santo. Sé bien que los paramentos permanecen más de un día. Para mí permanecen un día. No sé qué ocultan esos magníficos, exaltantes paramentos violeta. No tengo un conocimiento preciso de la Pasión. Me refiero a que no tengo práctica alguna de la liturgia. La crucifixión es para mí sin cuerpo. Sin alma. Es sin imagen. Sé qué son los clavos y la corona de espinas. Ornamentos, como una dote. Pero todo esto no me dice nada más. Quisiera yacer con todo esto y beber la sangre. No obstante ese día me convierto, por la gracia, por total ignorancia, en devota. Como los paganos. Me recojo. Estoy en unión con lo que está oculto. Si se trata de amor, no amo. Al menos no en ese momento. En que estoy de pie, arrodillada, y si nadie me ve me inclino en el suelo, y con la frente toco el mármol.
Vivo sola. Gano lo suficiente con mi sueldo. Hay una sombra sobre la luz, frágil. Desde la cúpula desciende otra luz, más afilada, gélida, castigadora. Fijo la mirada en la oscuridad de los paramentos, la verdad visionaria de la pequeña caja, el cofre dorado con la portezuela, el tabernáculo que encierra el ojo. Y que cierra una llave. Ese día soy devota. En ayunas. Permanezco en silencio. Durante la elevación me conmuevo y debo llorar. A veces, en Grecia, entraba en las iglesitas ortodoxas para honrar el iconostasio. Doy la limosna para las velas, dracmas desgastadas y pringosas. Para las velas color miel, color del sol apagado, de recuerdos. De fuego y arena, casi humanas al tacto. Frágiles, dúctiles, espíritus. Luego una mano las agarra todas, como si las agarrara por los pelos, y las tira en un recipiente con arena. Regresan allí de donde vienen. No las apagan. Las dejan arder hasta el último aliento. Están todavía rectas, encendidas. Se aflojan, se encaminan hacia la disolución, curvándose. Quien agarre las velas moribundas no sofoca el fuego. No quisiera velas de color. Me repugnan las velas pintadas. O las rojas. Las que imitan la Navidad. Se aplaude y todos ríen cuando en un cumpleaños se apagan de un soplo las velitas. Azules y rosa.
Conocí a Agnes el día en que cumplió doce años. Se había negado a apagar las velas. Desde entonces somos inseparables. Como una enfermedad. A los dieciocho años convenía vivir juntas. Ella deja a una madre necesitada de afecto. Yo no dejo a nadie. A veces, invitamos a su madre. “Ah, si hubiera hecho como vosotras.” Decía. Luego, a mis espaldas, oí que le decía a su hija: “Cásate con un hombre”. La pequeña frase se había vuelto una letanía insistente. Yo limpiaba la casa, mi novia dormía. La alcanzaba en el sueño. Agnes se volvía indiferente, en la cama. Nuestra convivencia pasional nació enseguida, por atracción. A los doce años, mi niña, Agnes, era una furia. Me asaltaba en cualquier lugar. Ella fue quien tomó la iniciativa, tengo pocos años más que ella. La iniciativa sexual. En aquel tiempo ella empleaba todavía las palabras. Pequeños regalos. Flores. La cortejaba. Ella tiraba las flores. Se reía de las palabras. No sabía qué hacer con los regalos. Antes de mí se había enamorado de una compañera del colegio. Iba a buscarla a la salida de clase. La dejó después de unos meses. La compañera de colegio cayó enferma. No tenía ni la fuerza ni la energía para aceptar la pasión amorosa, y el abandono. Vi a Agnes arrastrar por el pelo a la niña en un prado.
La pasión amorosa que nos unió indisolublemente (eso parecía) se acabó. A los veintitrés años la madre de Agnes y yo la ataviamos de esposa. El vestido de novia se encamina lentamente a inclinarse ante el altar. Agnes me miró. Un fulgor inquieto se apoderó de ella. Agnes estaba loca por aquel hombre. A su lado, arrodillado ante el altar. Oí dos sí.
Deja que me vaya o te mato, eso me dijo poco antes de casarse. Aque “deja que me vaya” me ofendió. El “te mato” me alegró mucho. Mientras diseñaba su vestido, era como hacerle un tatuaje en la piel. Las hojas de papel eran su piel. Y cuando se fue sentí alivio. El alivio que puede sentirse al ser abandonados. La casa me parecía más aireada y desolada. Su presencia se desvanecía. Y todos los días regresaba más. La madre de Agnes y yo jugábamos a las cartas. También la madre de Agnes inteta tirárseme encima. Me dice que la hija siempre ha dormido con ella. ¿Y a mí qué me importa? Le ruego que no me hable de Agnes.
Entonces cojo una correa y la arrastro hacia la puerta. Se acurruca, la vieja, en el pasillo. Jadea. Sólo jugaremos a las cartas, promete. Nada más. No por ello le quito la correa. ¿Acaso no fue ella quien instigó a la hija a casarse? Muchas veces, al salir de la oficina, yo entraba en alguna tienda. Lo miraba todo, meticulosamente. Los frasquitos de perfume, las joyas. Las cámaras fotográficas. Sentía ganas de robar. Para ella. Hacía el gesto. Luego devolvía mi gesto, la idea del gesto, a su sitio. Compraba plantitas de orquídeas. Venían de Holanda. De Sudamérica. Las había visto también en el Mediterráneo. Crecer en la humdad. Blancas, ojitos violeta. Rosadas, pálidas, una expresión maligna. Acídulas. Amarillas. Duraban mucho. Poca tierra. Pocos nutrientes. Se despiertan con la oscuridad, de noche. Ávidas de compañía. Cuando se apaciguan, se convierten en pequeñas calaveras con sus pecheras. Diminutos pajaritos nocturnos. Me miran. Los miro.
Acabo de recibir la visita del marido de Agnes. Agnes estaba en el jardín. Olvidaba decirles que el marido tiene una deliciosa casita en el campo. Un pequeño reino para una pareja de recién casados. El jardín colinda con otros jardines. Y otros jardines, hasta los contenedores de la basura. La encontró dormida en una tumbona. En el regazo, un libro de poesía. No me dijo el autor, es ignorante. Creo que es Robert Frost. Se lo regalé yo. La llamó. “Agnes, Agnes.” No quería despertarla. La vegetación se amodorraba en una calma violenta. Conozco el campo. En invierno, cuando está envuelto en un delicioso sudario. Ya saben, esa neblina, enojosa. Parece inerte, no lo está. Agnes. No puede contestar. Ni leer. El libro acaba de resbalarle de las manos. En el dedo, sólo el anillo que le había regalado yo. Sólo yo.
Imagino a un hombre loco de dolor en el hermoso jardín. Está fuera de sí. Lo entiendo. Entiendo cuando un hombre está trastornado. Me lo dice. Lo repite. Está trastornado. Me aburro ligeramente. No lo dejo traslucir. Soy la única que lo entiende. ¿No la he amado yo también? Antes que él. Somos dos los que la hemos amado. Amado de verdad. Dice. Es superfluo que él diga “de verdad”. Pero la gente siempre habla demasiado. Añade. En lugar de quitar. Estoy tranquila. Muerte natural, dice. ¿Por qué? Pregunto, con poca curiosidad. Últimamente esta inquieta. Ya no le oigo. Me dejo llevar. Mientras habla el hombre, yo divago. No experimento conmoción alguna. No siento dolor. El dolor ya ha sido. Ya no vuelve. Ya no visita. En casa, en la habitación, regresa el dolor. Como una gracia recibida. En mi casa. Como si sólo la casa fuera el lugar de la pérdida. Oigo todavía al hombre. Emplea la palabra felicidad en su mueca de dolor. Habrá tenido momentos de felicidad. ¿Qué se entiende por muerte natural? ¿No basta con decir: “Está muerta”? Fui feliz, repite en su dolor. Intenta hacer que pese sobre mí su felicidad y el dolor. Ha obtenido satisfacción a mi costa. Lo ha logrado. Ella me habría matado si no le hubiera dado satisfacción a aquel que sería su marido. Fue como un duelo. Le ofrecí el traje de novia, el anillo. Y algo que no puedo decir. Él dijo que le habría quitado el anillo. Yo pensaba: le he quitado la vida. Así, como por decir algo. Pero el marido no lo oyó.
Ahora va a menudo al cementerio. No muy lejos de su jardín. Yo no. No creo en esas cosas materiales.

Fleur Jaeggy (El último de la estirpe)

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El diario Down

Libro de Francisco Rodríguez Criado en el que el autor relata su experiencia como padre de un niño con síndrome de Down, desde el dolor y el desencanto inicial a la aceptación plena del hijo. Su contenido es un alegato de amor a favor del chico, una solicitud de perdón por las negaciones del principio y un canto a la emotividad, el optimismo y el humor.
El diario Down (Ediciones Tolstoievski, 2016) está muy bien escrito, posee ciertas similitudes con Mortal y rosa de Francisco Umbral, y es de fácil y amena lectura.

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