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Posts Tagged ‘Diario’

Frente al bosque de encinas, escuchando las chicharras desde la ventana, al amparo del aire acondicionado del bar de la clínica, me he puesto a escribir. Rubén ha pasado la noche intranquilo, con el desasosiego en el cuerpo, sin saber cómo aliviar ese dolor impreciso, vago, que le hace revolverse en la cama. Por la mañana, de repente, empezó a encontrarse mejor. Comió por primera vez algo sólido, le quitaron la sonda y la guía de las venas del cuello. Es verlo calmado y empezar nosotros a sentirnos bien. Se duchó, se acicaló y se puso el pijama que le trajimos. Ya sólo falta que le baje la hinchazón de la cara para que vuelva a ser el mismo.

Después de cinco días desde que le quitaron el tumor, quieren darle el alta a Rubén. La buena noticia es que no es un craneofaringioma como parecía en las resonancias, es decir, que no nace en el hueso y no es tan agresivo, sino un adenoma de la hipófisis que hay que vigilar. Estamos contentos porque parece clara su recuperación, pero nos preocupa una posible recaída. Sabemos que está mejor porque ha empezado a bromear con nosotros. Me he permitido preguntarle a la doctora si nos íbamos con todas las garantías y ella se sintió molesta. Nos han dado un informe provisional muy escueto del que no se entiende una palabra. Ni siquiera las enfermeras sabían el significado del diagnóstico y los medicamentos prescritos. Les dije de broma que la doctora sería una eminencia pero que debía practicar caligrafía en verano. El trato del personal ha sido satisfactorio, aunque enseguida supimos quién nos atendía con agrado y quién usaba el “ahora mismo” para demorarse durante más de media hora. Otras profesionales, en cambio, se adelantaban a nuestras necesidades y cumplían su cometido con afecto y puntualidad. Hemos vuelto a casa contentos y agradecidos pero con la sensación de que los doctores no nos han comunicado todo lo que deberíamos saber.

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He vuelto a la clínica, moderna y en un entorno de bosques y chalet tan idílico que más parece un hotel. Rubén me hace un comentario jocoso sobre el libro de oraciones que estoy leyendo y me dice que no piensa morirse todavía. Lleva quince horas sin comer y se le nota en la cara. Bromeamos y nos ponemos serios. Casi no hablamos de la operación, pero los dos sabemos que está presente en todos nuestros actos.

Es duro ver a tu hijo en la Unidad de Cuidados Intensivos, con 45 pulsaciones por minuto, doliéndose de la nariz y la garganta, pidiendo todos los calmantes del mundo, vomitando sangre y dirigiendo su mano hacia ti. Luché por no salirme de la UCI; iba y venía, me hice daño en la mandíbula al abrir la boca, de los nervios que salían de mi estómago. Las enfermeras se sorprendían de mi actitud, los enfermos me miraban buscando consuelo. Si pudiera controlar el amor a Rubén. Luego le pusieron una inyección, se quedó dormido y pudimos marcharnos más tranquilos.

La enfermera alta limpia la sangre del cuerpo de Rubén, le cambia el pijama, las sábanas y la almohada, le tapa con la colcha cuando tiembla, le coloca en orden los conductos de los medicamentos y le da con sus atenciones los besos que a mí me gustaría darle durante toda la noche. Lo que para las enfermeras es trabajo y profesionalidad, para nosotros es sufrimiento y los minutos más dolorosos de nuestra vida.

El cuidado de la madre. Al hijo le duele la boca y la garganta al tragar. Le han traído un caldo para comer. La madre ha tomado una botella de agua con boquilla; la ha vaciado y ha puesto el caldo dentro, y con todo el amor del mundo ha ido depositando su contenido, gota a gota, sobre los labios del hijo.

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Regreso

España campeona del mundo de fútbol. Las calles de Madrid son un clamor patriótico y una fiesta de banderas, coches y vítores. Bocadillo de calamares en una cervecería para celebrarlo. Nos invitó Rubén, pero como no puedo permitir que pague él, discutimos. Viejos insultos que ahora reproduce mi hijo y ahonda en la herida de mis complejos. Regresamos al hostal por la noche. El baño se encontraba situado fuera de la habitación, la luz del pasillo se filtraba por los cristales de la puerta, la ventana abierta dejaba entrar el ruido de los camiones y hacía calor porque el sol había dado en aquella fachada durante todo el día. Mercedes quería seguir allí, “total, por una noche”, pero yo preferí largarme. Hemos encontrado las habitaciones de un dúplex para seguir la operación de Rubén; un lugar donde tener el equipaje, ducharnos y preparar la comida. Qué diferentes somos unas personas de otras. Los dueños nos dieron las llaves del piso y no nos pidieron el nombre ni una señal, nada. Creo que no merecemos que la vida nos trate mal, porque siempre hemos estado de su parte y procuramos hacer el bien, como la mayoría de las personas. Sé que preciso un pescozón de vez en cuando por mi tendencia  a decir tonterías y hacer el ganso. Dios, mi Dios, sabrá qué es lo que hace conmigo y si necesito algo más que un pequeño escarmiento. No sé reír. Las personas se dividen en los que ríen con franqueza y los que al reírse muestran la mentira de sus vidas. Nada ni nadie te va a perdonar tus miserias; ni la familia ni los amigos. Tú y Dios, tú contigo mismo; con tus errores, tus pasos vacilantes, tus caídas y tus momentos de luz.

Procuré leer en casa el libro de oraciones que me regaló mi padre y lo encontré tedioso y repetitivo. Y es ahora que tengo necesidad de él, que van a operar a mi hijo, cuando encuentro consuelo y sentido a sus palabras. Una parte de mí pertenece a Dios.

Fui al pueblo a comprar alimentos. Pasé por la barbería y, después de muchos años, porque lo hago en casa con una máquina, entré a cortarme el pelo. Allí estaban los periódicos deportivos, los pósteres y lociones de costumbre. En cambio, contra lo que suele ser habitual, encontré un barbero joven, callado, correcto, que no habló una palabra más de la cuenta y me dejó a solas con mis preocupaciones.

José Rincón

Hemos vuelto después del mal trago y parece que todo va bien. En los próximos días seguiré escribiendo algunas impresiones más de mi diario sobre los días que pasamos en la clínica Montepríncipe.

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El tiempo estaba revuelto, por eso, Mercedes y yo nos habíamos llevado el paraguas en nuestro habitual paseo de los viernes por la tarde, cuando la ciudad bulle con los estudiantes que empiezan el fin de semana en la calle. Comenzó a llover. Al principio con suavidad; luego, con tanta fuerza que tuvimos que refugiarnos en el primer sitio que encontramos abierto. El edificio donde nos metimos era antiguo, algo así como un palacio reformado. Resultó ser un centro oficial donde se exponía una colección de fotografías del autor estadounidense W. Eugene Smith, en las que se veían escenas de las atenciones de una mujer admirable, una comadrona negra curando a enfermos en un hospital de campaña. También se veía a una pareja de niños adentrándose en un jardín idílico y, por fin, las estampas de un pueblo extremeño de hace mas de cincuenta años. Durante algún tiempo, la fotografía fue denostada por los puristas, como si fuera una disciplina menor dentro del arte. Estas instantáneas en blanco y negro eran el medio idóneo para mostrarnos las casas de piedra, sus cocinas y habitaciones, sus utensilios; las calles sin asfaltar, la escuela, la consulta del médico; las gentes y sus vestidos; la familia que despide al hijo que se va al servicio militar…,  que nos cuentan más sobre aquellos años que un tratado de mil páginas. Salimos de allí conmovidos por haber visto el paso del tiempo sobre un medio rural que conocemos bien. No sé por qué parece tener más importancia en nuestras vidas el pasado que el presente. Qué tendrán las fotografías en blanco y negro, el color de una época que no quisiéramos se perdiera para siempre. Existiremos mientras haya alguien y algo, como estas fotografías del señor Smith, que nos recuerde.

José Rincón

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Acantilados

Bajíos donde reposan naves a las que apenas llega la espuma salada durante la bajamar; esquina a ninguna parte en la que descienden los ganadores de la alfombra roja que lleva directa a esa mole de acero y hormigón que es el triunfo.  Restos de ballenas varadas en una bahía abrupta de la que oyó hablar un amigo el día que se fue de casa por no pelearse con su padre en una discusión en torno a la insoportable levedad del ser. Hacia allí me dirigí yo con la mochila prestada de un vecino que había vuelto al hogar después de cinco años vendiendo pulseras de alambre hasta que se dio cuenta de que jamás había sido tan feliz como cuando llegaba a casa a cualquier hora de la noche y le estaba esperando su madre con un bocadillo de tortilla entre las manos. Regresé una y otra vez a aquella playa con amigos que hacía en los soportales de la plaza del pueblo costero y que me enseñaban sus secretos escribiéndolos sobre la arena a los pies del océano. Brisa marina que humedece mi piel. Alguien juega con un perro en la orilla. Tienda de campaña izada como una bandera en el horizonte. Península que se hace isla con la marea. El chico de la cometa arría su bandera y se va. Por la tarde, el agua nos arrincona contra la pared. Subimos al chiringuito primero; luego, al mirador. La isla, el viento, las olas, el verdemar encrespado; tremebunda inmensidad contra las rocas. Gaviotas como cometas. El grupo en lo alto, unido, viendo cómo se derriba lentamente un acantilado. Es un día del mes de agosto del año 1977. Lo han dicho en la radio: Elvis ha muerto. Vamos a la verbena. Jugamos con unas chicas. Suenan dos orquestas. De madrugada, las parejas descienden al chiringuito y la playa se llena de hogueras. Elvis se ha tirado desde lo alto del cantil y yace en la arena con síntomas de haber comido demasiado.

José Rincón

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Fin de curso

A veces siento como si no tuviese derecho a defenderme, como si tuviera que pedir perdón por las agresiones recibidas. Y cuando trato de portarme bien, todavía es peor, porque me exigen cosas que no puedo dar. Un poema visual en mi mente: alas párpados, oídos canción, pájaros labios. En primer término una piscina vacía y en su interior, apoyada en la pared, una guitarra solitaria que no puede hacer nada contra el ruido de autos, máquinas y voces de la ciudad. La tarde pisoteada por los cascos de ese caballo cansado que es la rutina; con la sombrilla del aburrimiento desplegada. A lo lejos, la infancia; los jerséis copo de nieve, los cristales pizarra de vaho. La soledad en los charcos, en la feria, en los bailes… El amor en el chocolate, en las comidas, en todo lo que mi madre se quitaba de la boca para dárnoslo a nosotros. Y ese otro amor falsificado, el de la búsqueda de algo que no nos pertenece. El consuelo de querernos a nosotros mismos. Ha llovido; ahora sí se oye cantar a los pájaros. El aleluya de verla regresar a casa, de cuando me ignora y sobre todo de las líneas perfectas del pentagrama de su risa. El entusiasmo de tu hijo cuando lo llevaste de la mano a ver una película de dibujos animados japoneses. Recuerdos de un hijo que ahora está en la universidad y al que te empeñas en ver como era entonces. La belleza de lo que no se mueve. Evitar la pompa, la bisutería lingüística, la poesía que se queda en la cabeza y no llega al corazón.  El cerebro en otra parte. El insomnio de cientos de noches. No me encuentro bien y no debería escribir. La ciudad duerme en un recodo de mi oído. He abierto un blog. Me ayudan Pilar Alcántara, mujer generosa, y David Santiago, espadachín de las letras, tocado con el sombrero de los mosqueteros, la pluma de Shakespeare y los molinos de viento. Estoy en la cocina y hace calor, mucho calor. De nuevo el verano, la mente embotada, el sudor como una pústula pegajosa. Trato de encontrar el portal insospechado, la doblez por donde se entra al mundo de las emociones. Si no emociona, no cuenta, esa es la prueba del algodón del arte. Si fuerzo la escritura, deja de gustarme. Escritores malditos, borrachos, pendencieros, lujuriosos, despreciables. Pero un libro vale lo que dicen sus palabras, no la personalidad de quien lo escribe. Leo Fausto y noto la influencia del Infierno de Dante. Son las elecciones al parlamento europeo y me acuerdo del instituto y de nuestro comunismo ferviente. A mis compañeros les repugnaba América y era lo único en lo que no estaba de acuerdo con ellos, por las películas que veía en el cine donde trabajaba mi padre. Me quedo en casa leyendo un libro y vivo aventuras, pasiones, maldades…, y cuando veo a personas verdaderamente enamoradas de la vida es cuando siento que me estoy perdiendo algo. Ojos que juegan conmigo y no me doy cuenta del peligro que corro. Las hormonas señalan lugares prohibidos. Qué pasaría si traicionáramos todos nuestros principios. Si me hacen daño, dejo de hablar. Maldita incomunicación. Soy igual a esos teléfonos y direcciones que van quedando olvidados en la agenda. Habitamos un mundo en el que sólo valen las sensaciones vividas hace breves instantes. Tenemos un concepto de nosotros mismos y luego somos de otra manera. Hay un bochorno espeso en el ambiente, como si las calles se hubieran petrificado. Acaba el curso de nuevo y debo luchar contra la nostalgia. Lo que ha existido es tan importante como el ahora, pero no más. Estoy llegando al final de las hojas de pentagrama vacías que nos dio Luigi Giuliani sobre la obra de John Cage 4´33´´ y que yo he aprovechado para escribir estas líneas. Tal vez hubiese sido mejor dejar los folios en blanco. Tuve desencuentros con algunas compañeras durante el curso y, ahora, vienen a darme besos como si no hubiese ocurrido nada; un pequeño teatro para quedar bien y sentirse reconfortadas. La nostalgia, la inevitable nostalgia del patio vacío cuando acaba el curso. Esa gente de la que tanto huyo y tanta falta me hace. Junto a mí, el frigorífico quejándose del calor; las ventanas abiertas, la noche larga. Oigo las voces de la pandilla, el riego de los jardines, unas chicas que salen de excursión. Leo el final del libro Ventanas de Manhattan y parece que estuviera describiendo las cosas que ocurren en esta manzana de pisos. Escucho a dos jóvenes que se quieren pegar y pasan de largo. Después llegan los gamberros que rompen las papeleras. Les llamo la atención desde la terraza y comienzan a insultarme. Insultos que no son insultos. Me llaman “calvo” y eso no es un insulto, es una descripción certera. Dan las cinco en el reloj que me han regalado y debo acostarme. Un reloj de oro para medir el tiempo, qué sarcasmo.

José Rincón

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Pequeño accidente

El hijo te ha llamado desde el móvil y, contra su costumbre de cortar para que tú lo llames a él, ha mantenido la comunicación para decirte que se encuentra bien, que no te preocupes por nada, que está en perfecto estado de salud. Y entonces, tú, sorprendido, le preguntas si le ha pasado algo, y él te responde que sí, que ha tenido un pequeño accidente sin importancia ni consecuencias. Y tú, que no te fías del todo, vas a buscarlo y, cuando llegas, una ambulancia se lo ha llevado al hospital. Y ves el coche solo, en medio del campo, detrás de una valla de alambre destrozada, en una posición contraria a la natural, con el cristal delantero roto y las ruedas del revés. Y se apodera de ti una desazón en el estómago porque empiezas a dibujar en tu mente lo que vino después de la rodada del frenazo; y, aunque, efectivamente, él sólo tenga algunos rasguños y haya salido de urgencias por su propio pie, a ti no se te va de la cabeza que, hoy, tu hijo ha vuelto a nacer.

José Rincón

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En el hospital

Tres de la noche.  Trasladamos el cuerpo inerte de tía María desde nuestro auto hasta una camilla manejada por un celador robusto, aséptico, acostumbrado a transportar enfermos con el desafecto que da la costumbre.  Temimos lo peor.  Recordé a mi abuela cuando entró en coma y la dejamos en la UVI tras un mirador de cristal lleno de lágrimas y recovecos.  Cuando vino el médico, nos habló de insuficiencia renal y de una bajada del azúcar, pero a mí no se me iba de la cabeza la imagen de mi abuela desmadejada por un derrame cerebral, con la mirada ausente y esa flacidez en los músculos tan peculiar.

Cuatro de la noche.  Dos ambulancias entran juntas por casualidad en la zona de Urgencias.  La de la sirena de colorines, más moderna, trae a un hombre roto por un accidente; rojo de sangre cubriendo las sábanas.  Familia deshecha. Del otro vehículo desciende una anciana en una silla de ruedas.  La mujer que la acompaña parece acostumbrada a los achaques de quien tiene sus mismos rasgos.

Cinco de la madrugada.  Un joven de pelo revuelto, pantalones chinos y camiseta deportiva aparenta estar dormido.   Lleva una sonrisa plácida sobre la camilla.  Es el chico de la droga.  Preguntan varias veces por sus familiares.  Nadie responde.

A las seis de la mañana el sueño nos tiene al borde de la derrota.  A tía María la van a subir a planta.  Medio cuerpo quedó paralizado, aunque parece que reaccionó bien al tratamiento.  Puede que todo quede en un susto pero con ochenta y tres años, la buena salud pende de un gotero colgando.

Cinco de la tarde.  Un niño ha entrado en el Hospital hecho una nube de algodón.  Un tubo de plástico le baja de la nariz y un séquito maternal, un halo de compasión recorre el pasillo.

José Rincón

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Afecto

Aquel muchacho era vivo, atlético, el más alegre del barrio.  Es difícil sobresalir a esa edad pero ese chico, con la gorra atravesada, la nariz respingona y una sonrisa permanente en la cara era el líder de la calle.  Con catorce años, acudió un domingo al fútbol con dos amigos.  Serían las prisas, no sé, o la mala suerte, el caso es que un automóvil derrapó en el camino, sintió querencia hacia los muchachos y los empujó contra la cuneta.  Algo aparatoso pero sin consecuencias aparentes.  Dos noches después, su padre, atento, lo vio agitarse convulso mientras dormía.  Lo llevaron al hospital con urgencia y de allí a Madrid.  Qué le pasó a ese cerebro, qué regresión desconocida lo llevó de vuelta a su más tierna infancia.  Desde entonces, sus padres y hermanos se turnaron por las noches durante más de dos décadas para atenderlo.  Con treinta y seis años, debido al empeoramiento general de su estado, la familia decidió llevarlo a un centro específico donde lo cuidaran bien.  A los tres meses, se les murió.  Durante ese tiempo, sus padres fueron a visitarlo todos los días a noventa kilómetros de distancia.  Yo no podía creerlo y pensaba que si el hijo permanecía en estado vegetativo y no sentía nada, con que fueran a verlo los fines de semana habría sido suficiente.  Pues no, con más de sesenta años, con la misma ilusión como si aquél fuera a recuperar la conciencia de un día para otro, allí se presentaban sus padres todas las tardes para darle cariño.  ¡Dios bendiga a quienes aman así de por vida!

José Rincón

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¡Que tenga rima!

Me encontraba en “El Buscón” comprando un libro cuando entró en la librería un señor cubierto con una boina y un bastón en la mano, y con acento cerrado le preguntó al librero: “¿Tiene algún libro de poesías de amor que lleven rima?”. El librero se acercó a uno de los estantes y le ofreció los “Veinte poemas de amor…” de Neruda y aquél, al ojear los versos, le dijo contrariado: “¡Oiga, que esto no tiene rima!”.

−Tiene razón −le contestó el librero−. En este momento estoy muy ocupado con la Feria del Libro. Venga la próxima semana y se lo encontraré.

Y el hombre, al llegar a la puerta, se volvió para recordarle: “Bueno, pero asegúrese de que tenga rima, ¡eh!”.

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