A veces siento como si no tuviese derecho a defenderme, como si tuviera que pedir perdón por las agresiones recibidas. Y cuando trato de portarme bien, todavía es peor, porque me exigen cosas que no puedo dar. Un poema visual en mi mente: alas párpados, oídos canción, pájaros labios. En primer término una piscina vacía y en su interior, apoyada en la pared, una guitarra solitaria que no puede hacer nada contra el ruido de autos, máquinas y voces de la ciudad. La tarde pisoteada por los cascos de ese caballo cansado que es la rutina; con la sombrilla del aburrimiento desplegada. A lo lejos, la infancia; los jerséis copo de nieve, los cristales pizarra de vaho. La soledad en los charcos, en la feria, en los bailes… El amor en el chocolate, en las comidas, en todo lo que mi madre se quitaba de la boca para dárnoslo a nosotros. Y ese otro amor falsificado, el de la búsqueda de algo que no nos pertenece. El consuelo de querernos a nosotros mismos. Ha llovido; ahora sí se oye cantar a los pájaros. El aleluya de verla regresar a casa, de cuando me ignora y sobre todo de las líneas perfectas del pentagrama de su risa. El entusiasmo de tu hijo cuando lo llevaste de la mano a ver una película de dibujos animados japoneses. Recuerdos de un hijo que ahora está en la universidad y al que te empeñas en ver como era entonces. La belleza de lo que no se mueve. Evitar la pompa, la bisutería lingüística, la poesía que se queda en la cabeza y no llega al corazón. El cerebro en otra parte. El insomnio de cientos de noches. No me encuentro bien y no debería escribir. La ciudad duerme en un recodo de mi oído. He abierto un blog. Me ayudan Pilar Alcántara, mujer generosa, y David Santiago, espadachín de las letras, tocado con el sombrero de los mosqueteros, la pluma de Shakespeare y los molinos de viento. Estoy en la cocina y hace calor, mucho calor. De nuevo el verano, la mente embotada, el sudor como una pústula pegajosa. Trato de encontrar el portal insospechado, la doblez por donde se entra al mundo de las emociones. Si no emociona, no cuenta, esa es la prueba del algodón del arte. Si fuerzo la escritura, deja de gustarme. Escritores malditos, borrachos, pendencieros, lujuriosos, despreciables. Pero un libro vale lo que dicen sus palabras, no la personalidad de quien lo escribe. Leo Fausto y noto la influencia del Infierno de Dante. Son las elecciones al parlamento europeo y me acuerdo del instituto y de nuestro comunismo ferviente. A mis compañeros les repugnaba América y era lo único en lo que no estaba de acuerdo con ellos, por las películas que veía en el cine donde trabajaba mi padre. Me quedo en casa leyendo un libro y vivo aventuras, pasiones, maldades…, y cuando veo a personas verdaderamente enamoradas de la vida es cuando siento que me estoy perdiendo algo. Ojos que juegan conmigo y no me doy cuenta del peligro que corro. Las hormonas señalan lugares prohibidos. Qué pasaría si traicionáramos todos nuestros principios. Si me hacen daño, dejo de hablar. Maldita incomunicación. Soy igual a esos teléfonos y direcciones que van quedando olvidados en la agenda. Habitamos un mundo en el que sólo valen las sensaciones vividas hace breves instantes. Tenemos un concepto de nosotros mismos y luego somos de otra manera. Hay un bochorno espeso en el ambiente, como si las calles se hubieran petrificado. Acaba el curso de nuevo y debo luchar contra la nostalgia. Lo que ha existido es tan importante como el ahora, pero no más. Estoy llegando al final de las hojas de pentagrama vacías que nos dio Luigi Giuliani sobre la obra de John Cage 4´33´´ y que yo he aprovechado para escribir estas líneas. Tal vez hubiese sido mejor dejar los folios en blanco. Tuve desencuentros con algunas compañeras durante el curso y, ahora, vienen a darme besos como si no hubiese ocurrido nada; un pequeño teatro para quedar bien y sentirse reconfortadas. La nostalgia, la inevitable nostalgia del patio vacío cuando acaba el curso. Esa gente de la que tanto huyo y tanta falta me hace. Junto a mí, el frigorífico quejándose del calor; las ventanas abiertas, la noche larga. Oigo las voces de la pandilla, el riego de los jardines, unas chicas que salen de excursión. Leo el final del libro Ventanas de Manhattan y parece que estuviera describiendo las cosas que ocurren en esta manzana de pisos. Escucho a dos jóvenes que se quieren pegar y pasan de largo. Después llegan los gamberros que rompen las papeleras. Les llamo la atención desde la terraza y comienzan a insultarme. Insultos que no son insultos. Me llaman “calvo” y eso no es un insulto, es una descripción certera. Dan las cinco en el reloj que me han regalado y debo acostarme. Un reloj de oro para medir el tiempo, qué sarcasmo.
José Rincón
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